lunes, 23 de abril de 2007

NO HAY INDIO BUENO, SINO...



Tras la primera vuelta de las elecciones francesas, ya hemos tenido que escuchar a los analistas políticos derrapar en las curvas. Por lo oído Y leído, todos coinciden en señalar que el buen resultado de Sarkozy y la bajada en votos de Le Pen son cosa del mecanismo físico de los vasos comunicantes. Lo curioso es que haya quien se alegre del dato, argumentando que si Sarkozy es capaz de atraer el voto de la extrema derecha, esta ira ahormandose de razón, según los usos y costumbres de la democracia republicana. Y eso es mucho decir.

En España hemos tenido que aguantar reiteradamente, entre otras muchas mixtificaciones de la política, la especie de que la gran aportación de Fraga, y luego de Aznar, ha sido la de unir a la derecha y desmovilizar a la extrema derecha. Esos sabios análisis, además de a periodistas a sueldo de distintas banderías, se los hemos podido escuchar a gente como Felipe González y Jose Luis Rodríguez Zapatero. Desgraciadamente, la realidad ha venido, si no a desmentir, sí a matizar esta optimista visión de la jugada. Lo que ha conseguido en España el Partido Popular -y antes Alianza Popular- no ha sido aquello tan bonito de “desmovilizar el voto de extrema derecha”, sino que lo han incluido, con toda su capacidad de presión política, en un partido de gobierno. Las consecuencias de este desatino las hemos padecido durante los ocho años de gobierno del P.P., los que llevamos con el dichoso partido en la oposición, y lo que te rondaré morena.

Con la extrema derecha hay que tener un extremo cuidado. No conviene pensar que se les puede asimilar tan fácilmente, porque no están hechos de la misma pasta que el resto de la gente y, además, son muchos; muchos más de los soportables. Sin llegar a equiparar a este tipo de gente a lo que opinaba John Wayne de los indios, la cosa va por esos tiros. No les arriendo las ganancias a los franceses si acaban coronando a Sarkozy como su rey republicano si lleva bajo el manto de armiño los huevos de la serpiente.

miércoles, 18 de abril de 2007

EL ESPEJO



La última perla de la Comunidad de Madrid, tan pizpiretamente gobernada por Esperanza Aguirre, es un anuncio que se repite en la televisión local. Bajo el lema “Espejo de lo que somos” suena un tema de Lou Reed: “I’ll be your mirror”. En pantalla aparecen distintos paniaguados del P.P. portando un espejo y poniendo cara de circunstancias.

Hace poco utilicé esa misma canción para “ilustrar” un programa de radio dedicado a las neuronas espejo. Estas células son las responsables de nuestra capacidad de aprender, en un sentido amplio de la palabra. Funcionan como auténticos replicantes de los impulsos que nos llegan del exterior. Un ejemplo: son las responsables de que se nos peguen los bostezos, o de la risa contagiosa, sin ir más lejos. Pero vayamos más lejos. Las neuronas espejo son las que nos permiten aprender a hablar, interpretar los gestos de otra persona, compartir experiencias ajenas, entender lo que le pasa a alguien, sufrir con el dolor ajeno o alegrarnos de la felicidad de otros. Son las células de la empatía. Todos los animales tienen estas neuronas, pero nosotros nos llevamos la palma. Sin nuestra enorme carga de células espejo, los humanos no podríamos tener una vida social compleja, no habríamos desarrollado sofisticados métodos de comunicación, no existirían ni la cultura ni el arte. Peor aún, no existirían ni el amor ni la amistad.

Las neuronas espejo nos ponen en el lugar del otro, nos permiten sentir en común, y cuando el espejo se empaña... mala cosa, porque estamos ante un egoísta crónico en el mejor de los casos; ante autista o frente a un asesino, en el peor. Y si el espejo se torna opaco, nos volvemos locos. A menos, claro, que un amigo nos eche una mano, como canta Lou Reed en esa canción: “Seré tu espejo / Reflejaré lo que eres / en caso de que no lo sepas”.

La empatía, sin embargo, no es patrimonio de la derecha, sino todo lo contrario. El fondo moral de la ideología de derechas no incluye la preocupación por los demás, sino el sálvese quien pueda, la ley del más fuerte, el “darwinismo social” del que son tan afectos. Que ahora los lobos quieran disfrazarse de corderos no deja de ser la última maniobra bufa de la derecha a la española. Si es verdad aquello de que la cara es el espejo del alma, en su caso el espejo debe reflejar unas caras de hormigón armado.

sábado, 14 de abril de 2007

LA LEYENDA DEL QUINTO BEATLE



Leo en el periódico la siguiente noticia: “El quinto Beatle. Neil Aspinall deja la compañía del grupo tras más de 40 años. Fue quien registró la marca Apple y demandó a EMI y Apple Computer”. ¡Caramba con el quinto! Lo más sorprendente de todo es que uno recuerda haber oído hablar del “quinto Beatle” en otras ocasiones y con otros protagonistas. George Martin -hoy Sir George Martin- ha sido el “quinto Beatle” por excelencia durante años. Productor y arreglista del cuarteto, fue quien dirigió sus pasos musicales a lo largo de la mayor parte de su carrera. Otro “quinto Beatle” notable fue Brian Epstein, manager y descubridor de la banda. Billy Preston, con su simpático protagonismo en “Get Back” también fue llamado el “quinto Beatle”, así como Klaus Voormann, bajista y dibujante alemán al que corresponde la autoría de la portada del álbum Revolver. De hecho, Aspinall solo fue chofer y road manager de los de Liverpool durante años, hasta que le dieron cargos de responsabilidad en Apple, compañía en la que supo trepar hasta los más altos puestos directivos. Menos acierto tuvo otro “quinto Beatle”, Mal Evans, que también fue road manager de la banda, además de aporrear percusiones en alguna canción y meter voces en “Yellow Submarine. Pero si queremos encontrar al auténtico “quinto Beatle” habría que buscar a alguien que realmente detentara ese titulo alguna vez, e incluso así nos saldría más de uno. Para empezar hay que recordar a Pete Best, batería original de la banda, que fuera defenestrado por indicación de otro “quinto Beatle”, el ya nombrado George Martin. Pero tampoco se nos puede olvidar Stu Stucliffe, amigo íntimo de Lennon y primer bajista del grupo, cuando aún no eran nadie y Paul McCartney tocaba la segunda guitarra.
Total, que nos han salido siete “quintos Beatles”, y eso sin contar a Yoko Ono ni a Linda Eastman, a las que en alguna gacetilla también se les atribuyó el trillado título. Mucho Beatle me parece a mi, casi bastantes como para llenar con sus efigies una nueva versión de la portada del “Sgt. Peppers”. Y mucha desidia hay en titular a estas alturas un artículo con tan manoseada fórmula. Debe ser que para la prensa nunca hay quinto malo.

viernes, 13 de abril de 2007

UNA EXCENTRICIDAD



Va uno por la calle y le pregunta al primero que pasa: ¿A usted le gusta la música? La respuesta, invariablemente, es sí. Pero lo más probable es que mienta. No se trata de una mentira a sabiendas, no es como cuando se le pregunta a la gente si le gusta leer, a lo que todo el mundo contesta que sí, cuando las estadísticas dicen que más de la mitad de los españoles no han leído ni un solo libro en toda su vida. Con respecto a la música hay un equívoco generalizado. La gente cree que le gusta la música porque consume música, pero no es lo mismo. Uno escucha música casi sin darse cuenta. No sucede igual con otras formas de arte. Para ver cine o teatro hay que buscar el momento, desplazarse a una sala concreta y pagar la entrada. La música, sin embargo, entra sola, es un sonido de fondo que nos acompaña en todas partes, la mayoría de las veces sin elegirlo ni buscarlo. Y como la industria de la música genera constantemente somas perfectamente digeribles, quien más quien menos, todos nos encontramos tarareando una tonadilla resultona en algún momento. ¿Nos gusta? No, la usamos.



La música se ha usado siempre. Ese es el origen de los folclores, músicas que se usaban para trabajar, para las bodas o para las fiestas. Músicas más elaboradas, músicas cortesanas, eran solo patrimonio de unos pocos, gente elegida, cultivada. Fue así hasta la invención de los primeros fonógrafos. A lo largo del siglo XX la música se popularizó de una manera nunca vista. La gente tuvo, por primera vez en la historia, acceso a todo tipo de músicas. Durante un tiempo, la música estuvo en pie de igualdad con otras artes: quien gustaba de ella podía disfrutarla a placer, y a quien no le hiciera gracia, podía darle de lado. Y en esto llegó el rock. Durante la década de los sesenta, el rock fue la banda sonora de una revolución social a escala mundial. Estuvo muy bien, la verdad. Lo malo es que ahora vivimos la resaca. El rock -en todas sus derivaciones- se ha convertido en el primer folclore global que jamás haya existido, de manera que todo el mundo lo usa, pero poca gente lo escucha.



¿Cuál es la diferencia entre usar y escuchar? Es frecuente encontrar gente que asegura rotundamente que “la música que se hace ahora es una mierda; para música, la de mis tiempos”. Lo que están queriendo decir es que la única música que escucharon con alguna atención fue la de sus tiempos, o sea, la de cuando eran jóvenes. A este respecto no hay que olvidar el eterno eslogan del rock y similares: “para ti que eres joven”. Tendemos a pensar, pues, que no se hacen ahora músicas tan evocadoras como cuando éramos jóvenes. Falso. Cada vez se hace más y mejor música. Bien es cierto que la mayoría no pasa del calificativo de “producto” que les dan las propias compañías discográficas, pero entre tanto “producto” siempre hay algo de chicha de verdad, y la proporción entre lo aprovechable y lo desechable no ha variado significativamente en décadas. Lo malo es que la buena música está sepultada entre toneladas de detritus sonoros.



Entonces, ¿por qué no hay gusto por la música? La respuesta, como para cualquier otro arte, es la misma: por falta de educación. En este sentido, la situación varía de un país a otro. En Alemania, donde es más difícil encontrar alguien que no sepa tocar ningún instrumento que al revés, hay algo más de aprecio por la música que en España, por poner un ejemplo. Aquí salimos del bachillerato en un estado de virginidad cultural tan aséptico que es posible hacer creer a todo el país cualquier cosa: que Almodovar es un gran cineasta, que Elvira Lindo es una buena escritora o que Raphael es un genio. Hay muchos más ejemplos: ponlos tu mismo.



Tengo colegas con los que hablo, cual letanía largamente fermentada, de lo mala que está la profesión, la de periodista musical, se entiende. ¿Y cómo no iba a estarlo? ¿A quién le puede interesar en España la información musical? En los momentos más calientes de la tan manoseada “movida” vivimos el espejismo de que algo se estaba moviendo realmente. Solo era el lejano run run de las máquinas registradoras. A día de hoy, todo está en su sitio, por lo menos en lo que a la música respecta: no le interesa a nadie. Las revistas musicales tienen tiradas de risa, las radios están encalladas en la payola institucionalizada, la tele no quiere saber nada del asunto... Ser periodista musical en España es como ser periodista taurino en Bristol: una excentricidad.