miércoles, 10 de enero de 2007

LAGRIMAS DE COCODRILO



Como todos los niños, fui al circo alguna que otra vez. No era un espectáculo que me fascinara especialmente, siempre preferí el cine, pero tenía su punto excitante: lo que allí ocurría era de verdad. Con todo, lo encontraba premioso, los payasos no me hacían gracia, las fieras me defraudaban y los equilibristas —lo más emocionante y meritorio, a mi parecer— me creaban un estado de angustia que solía resolverse en lágrimas. Hay, sin embargo, un recuerdo referente al circo que ha quedado fuertemente grabado en mi memoria y que, curiosamente, lo viví, ya siendo un niño, con sensibilidad de adulto.
Había un circo a principios de los 60 que rondaba por los numerosos arrabales madrileños. Se llamaba, creo recordar, Circo Roma. Era una empresa de lo más menesterosa, con una carpa minúscula y parcheada que se levantaba en solares llenos de barro y con poca iluminación. Una vez se instaló cerca de mi colegio, en la zona que hoy es la prolongación de la calle Príncipe de Vergara, y que entonces no era más que una sucesión de descampados salteados de tristes edificios. La pista era un redondel de no más de 20 metros cuadrados y, francamente, no recuerdo bien más que uno de los números. Éste estaba anunciado por la calle con esa estética circense tan similar a la de los dibujos de portada del Capitán Trueno. El cartel en cuestión representaba a una amazona en bikini de pedrería luchando a brazo partido contra un enjambre de descomunales cocodrilos. La visión de esa señorita ligera de ropa dedicándose a tan peligrosa variante del bestialismo me produjo una sensación entonces indescriptible y ahora perfectamente reconocible. Si recuerdo tan vivamente ese número de circo es quizás por esa temprana pulsión mórbida, o a lo mejor por ser la primera vez que me di cuenta de lo mucho que dista entre lo que nos ofrecen y lo que realmente obtenemos.
Tras unos cuantos payasos, de los que apenas guardo registro más allá de que eran de la modalidad de el tonto y el augusto, apareció en escena el presentador haciendo una rutinaria glosa de lo peligroso del siguiente número. Un par de señores, cuyo disfraz de hindúes no podía ocultar su origen inequívocamente español, arrastraron hasta el centro de la pista una especie de cabina telefónica con ruedas que estaba llena de agua turbia. A continuación sacaron una pecera rectangular del tamaño de una maleta de la que extrajeron un cocodrilo de apenas un metro de largo. El saurio fue lanzado al interior de la cabina sin mayor miramiento y se hundió como una piedra. Con un redoble de tambor hizo acto de presencia la que yo esperaba que fuera la lúbrica señorita del cartel. Lo que allí apareció, sin embargo, fue una señora de tomo y lomo, una de esas españolas de ceja y bigote, pelo zaino, hombros poderosos, miembros recios y pecho montañoso; toda ella cefalotorax y abdomen. Lo único que recordaba la imagen del cartel era el bikini de pedrería, aunque no era tan sucinto como cabría esperar, sino que más bien estaba en la línea de las fajas con ballenas, tan en boga por aquellos años. Entre redobles de timbal, aquel megaterio subió por una escalera de mano y se zambulló en la ducha portátil que contenía al bicho. Éste, sabiendo la que le esperaba, empezó a dar vueltas como loco por aquella prisión de cristal buscando una imposible salida. La Maritornes circense no le dio la menor opción. Con la misma habilidad y dejadez con que una pollera descuartiza a las gallináceas, le hizo al pobre lagarto una llave que lo dejó convertido en una ese, y así lo estuvo martirizando un rato mientras subía y bajaba del cuadrilátero acuático para tomar aire, hacer espuma y simular —con evidente hastío— una lucha a vida o muerte. Tras unos minutos de abominable espectáculo, aquella pesadilla de Julio Romero de Torres decidió que ya se había ganado el jornal y soltó al bicho, que volvió a hundirse a plomo. La dominanta salió del agua, bajó las escaleras, se escurrió el pelo y recibió simultáneamente el aplauso del público y una bata de mugrientos brillos que le alcanzó uno de los hindúes apócrifos. El cocodrilo, mientras tanto, era sacado de su particular infierno sin ninguna gloria, o sea, por la cola. Colgando como una bayeta mojada fue introducido nuevamente en su pecera-maleta. Sentí una pena enorme por aquel animal, la verdad.

P.D.

Cuarenta años después de aquella visita al circo, mi hermano Pablo me ha mandado un cartel de un circo ambulante que, todavía hoy, funciona de pueblo en pueblo con el espactáculo de la moza y el saurio. Es el que encabeza este post.

3 comentarios:

TRANSIDO dijo...

Seguramente en este número se inspirarón algunos de los grandes domadores de fieras humanas, comprendiendo que la mejor solución para la convivencia es que esta no exista.
¡En la pecera sólo quepo YO, ni un cocodrilo más!.
De ahí ese odio visceral, un tanto encubierto pero activo como un fornicador principiante, que caracteriza a nuestro parque zoológico.

Anónimo dijo...

El Circo, de Perico

Mis padres me llevaron con mucha frecuencia al circo. Sentía una especie de fascinación y aversión al mismo tiempo hacia ese espectáculo de variedades para niños y mayores. Me fascinaba todo. Me repugnaba el número del domador con el látigo, los supuestos animales salvajes saltando por dentro de un aro de fuego... Me encantaban la señoritas, fueran como fueran vestidas, de speakers, domadoras, funambulistas, trapecistas, vendedoras de chucherías o cigarreras. Me encantaban los payasos. Era lo que más me gustaba, excepto cuando lloraban. No lo podía soportar. Supongo que el que ese número exista tiene que ver con la ancestral y funcional tradición de contar cuentos de miedo a los niños antes de dormir. Mi padre solía permanecer casi todo el tiempo de la función fuera, fumando. Alguna vez entraría por lo de las señoritas.Los payasos le entusiasmaban, los amaba tanto como a escuchar a Manolo Caracol. Cuando llegó la televisión veía todos los pesadísimos programas infantiles por los payasos. Un dato suyo. Fue un hombre que al volver del campo de concentración de Arlés se vio obligado a hacer la mili, para luego trabajar de funcionario de 9 a 14 horas y, a continuación, según las diferentes horas en que empezaban los más diversos prodigios de la época, seguía trabajando en el teatro Maravillas de acomodador hasta la una de la madrugada. En su escasa pero muy personal biblioteca ocupaban en número muy significativo las biografías o autobiografias de payasos. Su favorito fue Grock: un payaso que no hablaba. También Charlie Rivel. ¿Tiene todo esto que ver con mi tendencia recalcitrante en ser el payaso que recibe las bofetadas, propinadas por mi mismo o por el Augusto de turno? Me callo. Voy a ver si encuentro las memorias de Harpo Marx.

Salud y Alegría

Perico

Miss Lillie dijo...

Buenos dias, Rictus, y mi mas cordial enhorabuena. Lo que me gusta de los blogs es sus posibilidades de relacion e "intromision". Los enlaces entre bitacoras crean un entramado que facilita el conocimiento de personas y de sus ideas. Esto es divertido y, a veces, enriquecedor. Las edades de los blogsferos varian. De hecho, el abanico esta abierto y los hay de niños de 10 años, pongamos por caso, y adultos que pueden llegar a superar la centena. Lo maravilloso y terrible es que todos somos iguales ante la ley de la blogsfera, y como en democracia, gana el que mas convence. He enviado el enlace de La caverna de Rictus al espacio de enlaces que ofrece ClubCultura, donde los llamados blogs de autor estan consiguiendo un aceptable nivel de participacion. Una de las formas mas indicadas para conseguir comentarios en una bitacora es participar en otras, y asi crear las interrelaciones que facilitan el conocimiento de esta nueva y atractiva manera de intercambio intelectual, comercial o doctrinal. Cada uno es libre de elegir lo que prefiera.

Un cordial saludo
Miss Lillie