martes, 23 de enero de 2007

CON LAS COSAS DE COMER NO SE JUEGA


Enciendo la tele y no veo más que cocineros. Hay programas especializados, concursos, congresos, lecciones magistrales... El gorro blanco de tubo, que antes movía a risa, es reverenciado como si se tratase de la mitra papal. Ahora visten como científicos y gastan micrófonos inalámbricos. Se han cambiado hasta el nombre: son restauradores. En sus apariciones estelares explican pormenorizadamente lo que le están haciendo con un soplete a un trozo de foie-grass, que tampoco se llama ya así, claro. Crean platos de “fusión”, siempre minúsculos, con nombres que tardan más en deletrearse que en comerlos. Manosean la comida, componen platos con pinta de cuadros de Kandinsky, hablan de estructuras, atmósferas, nucleótidos, texturas y liofilizaciones. En la prensa han engordado las secciones de gastronomía como si estuvieran alimentadas por los platos de los que escriben. Los vinos han generado un nuevo género literario plagado de composiciones lingüísticas de mistérico alcance: “se estructura bien en boca dejando un largo retrogusto”. La gente habla de cuando comió en tal o cual restaurante, glosando la ambrosía que cataron. Los más atorrantes aseguran ser amigos de este o aquel chef de fama internacional.
¿De dónde ha salido todo esto? Pues del mismo sitio que el rally de Dakar o los pases de modelos. No es más que el ansia del “parvenu” por demostrar su sobrevenida abundancia. Somos un país de nuevos ricos que queremos olvidar a toda prisa que “con las cosas de comer no se juega”. Hasta aquí llegó la memoria histórica.

viernes, 19 de enero de 2007

UNA MAÑANA GRIS


¡Triiing! 8:30 A.M. Me levanto. ¿Quién soy?. ¿Tanto bebí ayer?. ¿Me queda algo de pelo?. Dudas. Más preguntas. ¿Qué tengo que hacer?. Respuesta: entrevistar a los responsables de una fundación de control de ong’s. Malestar. Ducha, vestimenta, café y carrera. Subo a un taxi y bajo de un taxi; curiosamente es el mismo coche. Aparezco en la Plaza de la Lealtad, justo entre el Ritz y la Bolsa. Territorio enemigo. Entro en un edificio con artesonados que creía que sólo se encontraban en el Museo del Prado, que está al lado, por cierto. Llego al cuarto piso. Vengo a ver a Fulanita de Tal (de los Tal y Tal de toda la vida). ¿Su nombre?. El mío. Pase por aquí y espere un momentito. Cruzo una docena de despachos forrados de maderas exóticas, amueblados con cueros de aúpa, sustentados por tarima de la buena y alfombras de las mil y una noches. Espero mientras hago como que pienso en los bosques amazónicos aserrados al cero, en los curtidores de Fez dejándose los pies entre cueros teñidos, en los niños irano-afgano-pakistano-hindúes tejiendo alfombras a dos piastras el metro. Entra una señorita muy fina y muy sonriente. Es Fulanita de Tal. Tras ella viene un niño con cara de niño, pero vestido de hombre, es decir, con corbata. Es Menganito de Cual. Hablan sin parar sobre ong’s, fines, medios, propósitos y despropósitos. Francamente, no entiendo nada. Usan un lenguaje tan críptico como los médicos, los abogados, los curas, los arquitectos. Sólo les falta hablar en latín. Intento aclarar los conceptos, meto baza en el maremagnum de palabras. No les gusta, aunque no saben por qué. Sorpresa, sonrisas, disimulos y buena educación. Fulanita porta joyas suficientes para mantener a toda la tribu de los indios pemoncitos durante una década. Menganito luce un peluco por el que en otros sitios la gente mata mucho. Abrevio. Más sorpresa. ¿No quiero saber nada más?. No. ¡Vaya, se nos ha olvidado ofrecerte un café o algo; qué descorteses somos!. No importa, el Ritz está aquí al lado, ya pasaré a tomarme algo. Salgo y cojo el autobús.

sábado, 13 de enero de 2007

CATEDRAL DE LA ALMUDENA


Es de noche. Recorro en taxi el Paseo de la Virgen del Puerto. Mirando hacia arriba, a la derecha, se ve iluminada la mole de la Catedral de la Almudena. Rivaliza con otro “moloch”: el Palacio Real. Pese a la arboleda de la zona y a la magia nocturna de los edificios iluminados, La Almudena no puede esconder su fealdad. La dichosa catedral de Madrid, tardíamente construida, hiede con una rancia olorisca de franquismo fin de siglo. Es la representación de una modernidad agonizante de puro vieja, es el revoque de fachada de la España más cripto-carca. Es horrible, hortera, innecesaria, anacrónica, absurda, insultante, inútil. Es un monumento a las bestias que se reproducen en el nido del poder. Habría que demolerla, mascullo desde el asiento trasero del taxi. Disfrutaría viendo cómo se cae a pedazos tamaño alarde de mal gusto y mala leche, semejante insulto al buen pensar, al buen ser.
El taxi sigue su camino. La catedral sale de foco. Sigo pensando. Si la Almudena se desmoronara como un castillo de arena, inevitablemente la reconstruirían. Presidentes, alcaldes, concejales y demás gentes de mal vivir esquilmarían los presupuestos públicos para derivar dineros hacia las magnas obras que han de realzar su ralea. Miserables pesetillas que podrían destinarse a cualquier otro fin se convertirían en piedra granítica para recomponer el horror. Los madrileños sufriríamos años de interminables obras, atascos de tráfico e inauguraciones fastuosas publicitadas por la barbarie mediática. Mejor que no se derrumbe.
Llego a Plaza de España. Los razonamientos siguen su curso con lógica inmisericorde. Se derrumbe la Almudena o siga en pie, la canalla de los sillones robará cuanto pueda de los fondos públicos; peor aún, los privatizará en breve plazo para dar cobertura legal al robo, al secular latrocinio del rico para con el pobre. La codicia de los poderosos no conoce límites, no precisa excusas, no cesa ni se arrepiente. Así pues, ¡que se caiga la Almudena!

miércoles, 10 de enero de 2007

LAGRIMAS DE COCODRILO



Como todos los niños, fui al circo alguna que otra vez. No era un espectáculo que me fascinara especialmente, siempre preferí el cine, pero tenía su punto excitante: lo que allí ocurría era de verdad. Con todo, lo encontraba premioso, los payasos no me hacían gracia, las fieras me defraudaban y los equilibristas —lo más emocionante y meritorio, a mi parecer— me creaban un estado de angustia que solía resolverse en lágrimas. Hay, sin embargo, un recuerdo referente al circo que ha quedado fuertemente grabado en mi memoria y que, curiosamente, lo viví, ya siendo un niño, con sensibilidad de adulto.
Había un circo a principios de los 60 que rondaba por los numerosos arrabales madrileños. Se llamaba, creo recordar, Circo Roma. Era una empresa de lo más menesterosa, con una carpa minúscula y parcheada que se levantaba en solares llenos de barro y con poca iluminación. Una vez se instaló cerca de mi colegio, en la zona que hoy es la prolongación de la calle Príncipe de Vergara, y que entonces no era más que una sucesión de descampados salteados de tristes edificios. La pista era un redondel de no más de 20 metros cuadrados y, francamente, no recuerdo bien más que uno de los números. Éste estaba anunciado por la calle con esa estética circense tan similar a la de los dibujos de portada del Capitán Trueno. El cartel en cuestión representaba a una amazona en bikini de pedrería luchando a brazo partido contra un enjambre de descomunales cocodrilos. La visión de esa señorita ligera de ropa dedicándose a tan peligrosa variante del bestialismo me produjo una sensación entonces indescriptible y ahora perfectamente reconocible. Si recuerdo tan vivamente ese número de circo es quizás por esa temprana pulsión mórbida, o a lo mejor por ser la primera vez que me di cuenta de lo mucho que dista entre lo que nos ofrecen y lo que realmente obtenemos.
Tras unos cuantos payasos, de los que apenas guardo registro más allá de que eran de la modalidad de el tonto y el augusto, apareció en escena el presentador haciendo una rutinaria glosa de lo peligroso del siguiente número. Un par de señores, cuyo disfraz de hindúes no podía ocultar su origen inequívocamente español, arrastraron hasta el centro de la pista una especie de cabina telefónica con ruedas que estaba llena de agua turbia. A continuación sacaron una pecera rectangular del tamaño de una maleta de la que extrajeron un cocodrilo de apenas un metro de largo. El saurio fue lanzado al interior de la cabina sin mayor miramiento y se hundió como una piedra. Con un redoble de tambor hizo acto de presencia la que yo esperaba que fuera la lúbrica señorita del cartel. Lo que allí apareció, sin embargo, fue una señora de tomo y lomo, una de esas españolas de ceja y bigote, pelo zaino, hombros poderosos, miembros recios y pecho montañoso; toda ella cefalotorax y abdomen. Lo único que recordaba la imagen del cartel era el bikini de pedrería, aunque no era tan sucinto como cabría esperar, sino que más bien estaba en la línea de las fajas con ballenas, tan en boga por aquellos años. Entre redobles de timbal, aquel megaterio subió por una escalera de mano y se zambulló en la ducha portátil que contenía al bicho. Éste, sabiendo la que le esperaba, empezó a dar vueltas como loco por aquella prisión de cristal buscando una imposible salida. La Maritornes circense no le dio la menor opción. Con la misma habilidad y dejadez con que una pollera descuartiza a las gallináceas, le hizo al pobre lagarto una llave que lo dejó convertido en una ese, y así lo estuvo martirizando un rato mientras subía y bajaba del cuadrilátero acuático para tomar aire, hacer espuma y simular —con evidente hastío— una lucha a vida o muerte. Tras unos minutos de abominable espectáculo, aquella pesadilla de Julio Romero de Torres decidió que ya se había ganado el jornal y soltó al bicho, que volvió a hundirse a plomo. La dominanta salió del agua, bajó las escaleras, se escurrió el pelo y recibió simultáneamente el aplauso del público y una bata de mugrientos brillos que le alcanzó uno de los hindúes apócrifos. El cocodrilo, mientras tanto, era sacado de su particular infierno sin ninguna gloria, o sea, por la cola. Colgando como una bayeta mojada fue introducido nuevamente en su pecera-maleta. Sentí una pena enorme por aquel animal, la verdad.

P.D.

Cuarenta años después de aquella visita al circo, mi hermano Pablo me ha mandado un cartel de un circo ambulante que, todavía hoy, funciona de pueblo en pueblo con el espactáculo de la moza y el saurio. Es el que encabeza este post.

sábado, 6 de enero de 2007

MUSICA NO, GRACIAS


Hola, me llamo Fulano de Tal. Puede que les suene mi nombre, aunque seguramente no saben por qué. Soy periodista, bueno, algo parecido. En realidad soy “crítico musical”, esto es, escribo sobre música en un sentido amplio: reseñas de conciertos, críticas de discos, entrevistas a artistas famosos, artículos y reportajes sobre el tema, etc. Nada del otro mundo, como ven, pero la cuestión tiene su intríngulis. Verán, tengo un secreto que pienso hacer público en este mismo instante: no me gusta la música. Tal cual. No me gusta. Ninguna. La aborrezco, y que conste que he escogido cuidadosamente el verbo: aborrecer. Me explicaré.
Desde muy joven, casi un adolescente, mejor aún, un niño, me gustaba horrores la música. Me compraba, si podía, todos los discos “modernos” que salían: Beatles, Rolling Stones, Animals, Kinks, Dylan, Joplin, Hendrix... Con el tiempo reuní una discoteca curiosa y empecé a estudiar la música algo más en serio: leía libros, revistas, me colaba en todos los conciertos y escuchaba las emisoras “enrrolladas” del momento. Ya en la facultad, la música cambió definitivamente mis titubeantes planes de futuro. Acabé dejando los estudios para dedicarme al periodismo musical en todas sus facetas. Era fantástico. Iba a los conciertos sin pagar, las compañías discográficas me mandaban las novedades a casa, hablaba por la radio, escribía en los periódicos, conocía a los artistas, me sentía una pieza más del engranaje de esa música nueva que estaba transformando el mundo en que vivíamos. Sin que tuviera un plan preconcebido, la profesión fue creciendo por dentro. Al poco tiempo me encontré siendo un personaje más o menos conocido dentro del mundillo musical.
Ahora han pasado ya muchos años y sigo en el mismo sitio. No me quejo. Pero sí, me quejo. Ya no me gusta la música. ¿Qué pasó?. Ese “mundillo” al que antes hacía referencia, el mismo que me parecía seductoramente atractivo años ha, se ha revelado de un cutrerío insoportable. Los conciertos, prueba del nueve de la música tal cual, me producen una absoluta repulsión. Calculo que habré visto unos cuatro o cinco mil. Siempre el mismo rito: lucha telefónica por las entradas, agobios con olor a humanidad, músicos tocando en la lejanía, sonido insoportable, bebidas de garrafa, personal infame al que saludar, tías buenas que nunca se catan, problemas para volver a casa... ¿Y todo por qué?. Por ver a alguien hacer una mala imitación de lo que suena en el disco. Y ya que hablamos de los discos, vamos a ellos. Todos los días aparecen por casa media docena. Nuevos. Es imposible escuchar tanta música. Además, la mayoría es infame, degradante, estulta, absurda, repetitiva, intrascendente, obvia, reiterativa, predecible, mala y fea. De los artistas mejor no hablar. Cuánto hubiera dado por no conocer a ninguno. Puede que si así hubiera sido saliera perdiendo unas cuantas amistades que valoro sinceramente, pero vaya lo uno por lo otro. ¡Qué grupito para darles de comer cicuta aparte!.
Esa es la realidad. Odio la música. Nada profesional, por supuesto, sólo es cosa personal. Ya sé que en la Mafia dicen esto al revés, pero es que la gente de campo vive en otro mundo. Aquí es así. Profesionalmente no tengo nada contra la música. Desarrollo mi trabajo sin ningún problema, aparte de los derivados de la escasa paga y la escalofriante inseguridad laboral. Quiero decir que mi repulsión por el fenómeno musical no representa obstáculo alguno para el correcto desarrollo de mi labor profesional. Yo hago mis deberes. Como ya no escucho los discos, los estudio. Pongo uno en el equipo; mientras suena leo las letras, los créditos, las hojas de promoción, las enciclopedias, tomo notas, consulto en Internet, busco en archivos artículos propios y ajenos... Me documento. Con los datos y la percepción acústica, formo un criterio adecuado al artículo que tengo que escribir, a la publicación que me lo requiere, al tono que me ha sido pedido, a las líneas que hay que escribir y al dinero que voy a cobrar. No es tan difícil. Es, sencillamente, un trabajo más.
Hace ya tiempo que me di cuenta de que esta era mi situación real. Al principio me costó asumirla, por lo miserable. Llegué a creer que si seguía en este trance sería presa del diván de cualquier psiquiatra lo suficientemente barato. No ha sido así, ya ven. Con el tiempo he descubierto que lo que me sucede es de lo más normal. No quiero decir con esto que haya hablado con otros colegas de profesión y nos hayamos sincerado detrás de unas copas, descubriendo alborozados que todos estamos aquejados del mismo mal. En absoluto. No me trato con esa gentuza. Si he hallado consuelo y compresión ha sido por un mero proceso deductivo. Un día me puse a pensar que este fenómeno de antipatía por la propia actividad debía ser algo común a cualquier profesión. Siguiendo ese hilo argumental llegué a la madre de todos los ovillos. ¡Estaba en lo cierto!. El Papa es, sin duda, el mayor ateo del mundo, pues en virtud de su cargo se supone que él debe tener línea directa con Dios, y como Dios no existe, nadie mejor que el mandamás del Vaticano para corroborar la engañifa eclesiástica. ¿Acaso tira de la manta?. Qué va, es un buen profesional, sabe mantener el tipo para que el negocio marche. No se deja influir por desengaños espirituales ni flaquezas morales. Lo que hay que hacer, hay que hacerlo, qué cojones. Mucha gente depende de él. Y el Papa no es el único caso. Cualquier líder nacionalista del mundo sabe que el cuento que está colándole a sus seguidores es una farsa. Lo sabe bien porque probablemente es él mismo quien se ha inventado los motivos por los que los habitantes de Villachica de Arriba son más listos, más altos, más buenos y más guapos que los de Villachica de Abajo. Sin embargo, pese a ser plenamente consciente de su engañifa, la repite, la potencia, la alarga, la convierte en dogma e incluso estará dispuesto a derramar toda la sangre ajena que sea necesaria para mantenerla. Hay mucho en juego: su vida, su patrimonio y las ilusiones de tantos y tantos compradores de la lotería racial.
Así está la cosa: cocineros anoréxicos que abominan de la comida, toreros que se marean cuando ven la sangre, médicos que ansían el exterminio masivo, militares que se apuntan a ong’s pacifistas, putas que sólo piensan en los Santos Evangelios y monjas que sólo piensan en follar. ¿Para qué seguir?. Pero, por favor, no me hablen de música.

SALUDOS AMIGOS


















Venciendo la resistencia a abrir puertas al campo, estrenamos este blog para solaz del personal asistente. No hay un propósito, no hay reglas y, lo que es peor, no hay pasta. Esperemos que haya risas. ¡En marcha!